Bolivia dio un paso fundamental para reducir el “empate catastrófico” al aprobar el referéndum popular que determinará la validez de la nueva Constitución. Claro que el pacto necesitó de horas y horas de negociaciones y de que ambos bandos cedan en algunos conceptos fundamentales. El gobierno, por caso, acotó el mandato potencial de Evo Morales y permitió variaciones en un centenar de puntos. La oposición, mientras tanto, terminó por aceptar una Carta Magna que, pese a las modificaciones, mantiene el espíritu indigenista que le imprimieron en un principio.
En las modificaciones se encuentra, precisamente, la clave para extraer conclusiones sobre el lerdo proceso de reforma constitucional. Es cierto que pese a contar con una abrumadora mayoría popular el gobierno debió ceder en muchos aspectos para dar lugar a su proyecto. Enfrente, los sectores más favorecidos lucharon tenazmente para no perder sus históricas ventajas y lograron proteger algunos privilegios. Sin embargo, si tomamos en cuenta el estado de Bolivia antes de que Morales asumiese el poder y analizamos cómo quedará la legislación luego de aprobada la reforma –cuestión que damos por hecho-, entenderemos que la nueva Carta Magna representa un avance histórico en uno de los países más desiguales del mundo.
El coto a los latifundios y la inserción del indígena como un ciudadano pleno representan verdaderos triunfos para el país. Asimismo, la inclusión de las autonomías impone un mayor federalismo, que tendrá que ser tratado con sumo cuidado para no caer en una regionalización extrema que decantará en una desigualdad aberrante.
Si el llamado acuerdo nacional pretende ser un punto de partida hacia un país más equitativo, entonces la labor del oficialismo puede entenderse como exitosa. Pero si los avances mencionados quedarán registrados en un papel en blanco, Bolivia seguirá ostentando el triste mote de “uno de los países más desiguales del mundo”.
Patricio Ortega
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