martes, 18 de enero de 2011

Otoño del 55

Debería ser todo un signo, o al menos un dato relevante sobre los tiempos cinematográficos que vivimos, el hecho de que el mejor estreno de lo que va del año sea un tanque de hace 25 años, un filme emblema para toda una generación cuya pertinencia transciende la moda ochentosa instalada entre nosotros por la siempre rendidora explotación de la nostalgia (aunque nos llega precisamente gracias a ella, por el estreno de un nuevo pack de las tres películas de la serie en DVD y Blu-Ray).
Volver al futuro se encuentra a años luz de Imparable, El día del juicio final o Noches de Encanto, los otros estrenos de la semana, como así también del resto de la cartelera, a pesar de que en gran medida constituye un modelo en el que el cine norteamericano no ha dejado de verse a sí mismo en los últimos 25 años. Un modelo que, si nos ponemos a comparar, puede mostrar cuán perdido se encuentra Hollywood en nuestros días, teniendo en cuenta que su mayor logro en la primera década del siglo parece ser Avatar (¿acaso la volveremos a recordar y homenajear dentro de 25 años?), una película cuya edad mental es la de un niño de ocho años, pero que de algún modo es también hija del filme de Robert Zemeckis.
Pero si algo tiene Volver al futuro, que acaso tampoco fue una película revolucionaria ni una obra maestra, es respeto por el espectador: Zemeckis (director y guionista) y Bob Gale (coguionista y autor intelectual) construyeron un mecanismo de relojería que aún hoy puede seguir funcionando en sus propios términos, y que todavía es capaz de hablarnos del mundo en que vivimos, a tantos años vista. ¿Qué tiene para decirnos, entonces, su nuevo estreno en formato digital? ¿Por qué volver a verla en las grandes salas (en los pocos días que quedan, pues el jueves saldrá de cartelera) sin entrar en la trampa de la nostalgia? Porque el primer riesgo de todo análisis es caer en la idealización, cosa que la misma película intenta evitar: su propio viaje al pasado, a ésos idílicos años ´50, es a su modo un proceso desmitificador, una búsqueda de respuestas para entender cómo llegó el mundo a ser lo que era en ése ´85 dominado por la pseudodictadura conservadora de Ronald Reagan. Acá, la situación era bien distinta, y Argentina vivía el renacimiento democrático, el furor del reencuentro con la libertad y el sueño del progreso, sin saber aún lo que se venía (hiperinflación, menemato, etcétera). Pero la década del ´80 no fue, tampoco, una era dorada del cine (aunque tiene sus hitos que superan ampliamente a la del ´90, baste citar a Blade Runner o Terminator, otras películas sobre el tiempo que destruyen la idea de un futuro utópico), y acaso el séptimo arte esté mejor hoy en día, si extendemos nuestra percepción fuera de Hollywood. Pero lo interesante es redescubrir cómo un blockbuster podía constituir una obra completa, capaz de crear un universo propio (que sería bastante bastardeado por sus secuelas) al estilo del viejo cine clásico, un filme que pudiera entretener sin dejar de hablarnos del mundo: una obra que incluso se animó a nombrar las cosas por su nombre (su gran chiste fue político: “¿Ronald Reagan Presidente? ¿Y quién es el vice? ¿Jerry Lewis?”), y que no se tenía que ir a un planeta extraño para problematizarlo. Una película que podía hacer del incesto su gran eje narrativo: ese acoso casi obsceno por parte de la madre a su propio hijo, en una comedia masiva (fue la más vista del ´85) que pertenece al género del coming of age (paso de la adolescencia a la adultez), es prácticamente inimaginable en nuestros días, al menos en el cine mainstream, donde el sexo sigue siendo el gran tema tabú (no así la violencia, que se encuentra generalizada y se filma con los códigos propios de la pornografía). Se trataba, en definitiva, de un cine más libre, que precisamente por ello nos interpela: un cine capaz de cruzar la ciencia ficción con la comedia, la historia profunda de Norteamérica con la psicología freudiana y la política, el género de aventuras con los musicales, sin ser pretencioso ni solemne, desafiando incluso las convenciones sociales y proponiendo paradigmas que acaso guiaron a toda una generación hasta nuestros días, donde el cine parece extraviado.
Quedará a otros sin embargo explicar lo más importante: cómo llegamos a ser lo que somos, aunque se puede arriesgar que aquel modelo tal vez llevaba inscriptas en sus entrañas las condiciones del cine norteamericano del presente, como lo sugieren las trayectorias profesionales de los propios Zemeckis y Spielberg. Por ahora, lo que podemos hacer es volver a enfrentarnos a ésas imágenes, pensar cómo el cine nos sigue hablando de nosotros mismos, cómo aquellas películas que valen la pena (sean de la procedencia que sean) constituyen un espejo en el que siempre vale la pena volver a mirarse, aunque no para atesorar un pasado falsamente idílico, sino para detectar errores, tratar de corregirlos, y construir un futuro diferente.

por Martín Iparraguirre

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